Las polémicas sobre el aborto forman parte del deseo del poder de arrebatar a las mujeres el relato de su maternidad y de su no maternidad para dejarlo en manos de “expertos”: médicos, políticos, curas, y ahora tertulianos, tiktokers y activistas varios

No falla. Los tiempos de crisis cultural y democrática, cuando perdemos la esperanza en un futuro luminoso y mejor, cuando más se degrada la vida a nuestro alrededor, cuando menos capaces somos de proteger a los niños que ya están en la Tierra, son los elegidos por los conservadores para reabrir el debate sobre el aborto. El feto funciona como un tótem para la derecha, y sobre él se proyectan las ansias de control sobre las mujeres y sus cuerpos, las creencias religiosas, las incertidumbres sobre el porvenir, la ausencia de fe. Esta vez ha sido el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, el mismo que se niega a ver genocidio en el asesinato sistemático de 65.000 seres humanos en Gaza, el encargado de abrir el melón con una propuesta acientífica, paternalista y alineada con la extrema derecha.

Dejemos de lado por hoy la incomodidad que la sola mención del aborto provoca en el PP y el posicionamiento continuo de Feijóo en las afueras de la realidad. Las polémicas sobre el aborto forman parte del deseo del poder de arrebatar a las mujeres el relato de su maternidad y de su no maternidad para dejarlo en manos de “expertos”: médicos, políticos, curas, y ahora tertulianos, tiktokers y activistas varios. Sin embargo, los movimientos que se autodenominan provida son relativamente recientes. Durante siglos, ni los cristianos creían que la esencia humana, el alma, estuviera presente desde la concepción. San Agustín escribió que Dios dotaba al feto de un alma solo después de que se formara su cuerpo, lo que sucedía, según la tradición aristotélica, entre los 40 y los 86 días de embarazo. Esta fue más o menos la posición oficial de la Iglesia, apoyada por Tomás de Aquino, con muchos matices y polémicas, hasta que Pío IX zanjó el debate en 1869 y proclamó que el aborto en cualquier momento del embarazo era un pecado castigado con la excomunión, asentando las bases de la actual doctrina de la Iglesia.

De esta forma, la idea de que el feto es un ser humano completo, un bien superior a proteger, tan primordial que legalmente se pueda obligar a las mujeres a parir, incluso a las menores, a las violadas, a las que corren riesgos físicos, mentales o emocionales por estar embarazadas, a las que no quieren ser madres por diversos motivos, se populariza en el siglo XX. Un fenómeno que corrió paralelo los avances médicos que permiten controlar el embarazo y el parto, y conocer el desarrollo del feto. Al mismo tiempo que se salvaban vidas de madres y niños que en otro tiempo hubieran muerto durante el parto, la mujer perdió el control sobre su maternidad, sobre el parto y sobre el aborto.

Silvia Federici sostiene en “Calibán y la bruja” que la Iglesia y el Estado acuerdan a partir del siglo XIX obligar a las mujeres a dar a luz al servicio de la economía capitalista emergente. La conversión del útero en un territorio público y político intenta despojar a la mujer del poder de decisión sobre su cuerpo y su maternidad. El control puede ser violento y punitivo o paternalista y moralista, como es el caso de Almeida y los conservadores contrarios al aborto en España. Se trata a las mujeres como menores de edad necesitadas de tutela, algo que jamás se haría con un hombre. Se rechaza la educación sexual tildándola de adoctrinamiento, la única vía eficaz para prevenir embarazos no deseados, y se priman métodos coercitivos (como escuchar el latido fetal antes de abortar o asustar con falsos síndromes post aborto).

El aborto no es un pasatiempo ni un juego, como no lo es la maternidad. Una de cada cuatro mujeres en el mundo han abortado y muchas de ellas han tenido hijos antes o después. Conocemos las consecuencias y riesgos de ambas opciones. No es necesario rechazar la idea de que existe vida en el útero para estar a favor del aborto ni para abortar. Las decisiones que toman las mujeres sobre la maternidad no están exentas de una dimensión moral, además de práctica, y solo la mujer embarazada puede evaluar su situación, su futuro y sus creencias y tomar una decisión entre las opciones que tiene. Los amantes de la vida tienen mucho trabajo en esta época de oscuridad y muerte para convertir al feto en un fetiche. Y los amantes de la libertad solo pueden apoyar que el Estado respete esa decisión que solo puede ser personal y proteja el derecho de la mujer a llevarla a cabo.