Al risueño Tadej Pogacar , los ojos pizpiretos de las travesuras, la sonrisa fértil de la victoria, le cambió el rictus, el gesto y el humor a medida que el Tour se aproximaba a París. El esloveno dominaba la carrera con suficiencia, después de haber logrado cuatro victorias de etapa en un festín de ciclismo, pero en su organismo, algo no cuadraba.
Tampoco en su lenguaje corporal, que dejó de ser expansivo. Se encogió y se recogió sobre sí mismo. Las preguntas comenzaron a revolotear alrededor del genio esloveno.
Después de sus exhibiciones en las dos primeras semanas de la Grande Boucle , donde determinó con actuaciones sublimes su cuarta coronación, Pogacar se adentró en la niebla, en una versión desconocida de él tras mostrar su plenitud en episodios como Hautacam –increíble la ac