¿Qué podemos hacer los ateos de izquierdas? Dos cosas. Una, tener razón, declarar que ésa no es nuestra batalla y abandonar el mundo que queremos transformar o, al menos, conservar. La otra, aceptar un campo de batalla que ni deseamos ni predijimos

Hace unos días leía una larga entrevista a Douglas Wilson, un evangelista presbiteriano que defiende la teocracia como esa forma natural de gobierno que EEUU habría abandonado bajo las corruptoras presiones liberales (woke) y a la que tendría que volver ahora para “no enojar a Dios”. Eso implicaría, claro, sustituir la Constitución por la Biblia y los Diez Mandamientos y redactar leyes en contra del aborto (“peor que la esclavitud”), los cambios de sexo, el adulterio y la homosexualidad, tal y como reclamaría, según él, la mayoría entusiasta del pueblo estadounidense. Vale la pena leer el texto entero por tres motivos. El primero porque Wilson argumenta con desenvoltura sus disparates, mucho más elaborados de lo que el caricaturesco resumen anterior puede hacer creer. Los otros dos son aún más decisivos. El interés de la entrevista, en efecto, reside en que se ha publicado en The New York Times, el medio liberal más prestigioso del mundo; y en que su contraparte es Ross Douthat, un conocido columnista que, en este caso, aborda a su interlocutor en su condición de católico. Es decir, The New York Times da visibilidad a un pastor fanático cuya existencia ni siquiera habría nombrado hace diez años, pero al que reconoce ahora una “influencia creciente” en la nueva dirigencia trumpista; y decide, además, enfocar el encuentro en el marco discursivo del invitado, no como un debate entre laicismo y religión, no, sino como un conflicto entre dos versiones diferentes de la doctrina cristiana o, si se prefiere, como una “batalla religiosa”. Estas dos concesiones dicen mucho acerca del nuevo espíritu de la época.

Es acertado y legítimo definir la Historia como “la historia de la lucha de clases”, a condición de añadir que las clases -y los individuos- nunca se presentan a la batalla completamente desnudos. Es absurdo señalar la “batalla cultural” como la novedad de nuestro tiempo. Todas las batallas han sido siempre “culturales”: no nos matamos por los recursos sino por los nombres que esos recursos reciben. Una de las maldiciones maravillosas de nuestra condición es que los humanos no distinguimos bien entre las palabras y las cosas. Por eso, las palabras no son sólo coberturas o fundas engañosas que nos separarían de la materialidad de la existencia; son, por así decirlo, nuestras cosas y no hay, por tanto, nada abstracto o ilusorio en disputarlas. Las palabras forman parte también de nuestras cosas de comer, de nuestros recursos materiales, de esa tierra nutricia sin la cual no podemos sostenernos en pie. Todas las guerras y revoluciones revelan enseguida esta dimensión simbólica, como lo prueba la obsesión semiótica por renombrar las cosas (o conservar sus nombres) desde el poder o contra el poder. Puede decirse, sí, que todas las batallas materiales son en sí mismas batallas culturales y, en consecuencia, contienen por eso mismo una potencial vertiente religiosa. La novedad hoy es que esa vertiente religiosa ha pasado a dominarlo todo.

Hace veinte años, por ejemplo, Charles Taylor podía escribir un libro titulado 'A secular age' ('Una era secular'), en el que se describía una sociedad occidental regida por instituciones y prácticas completamente laicas: “En nuestras sociedades ”seculares“, uno puede participar plenamente en la política sin encontrarse jamás con Dios”, escribe, y ello hasta el punto de que, al contrario de lo que ocurría en siglos anteriores, ese encuentro ni siquiera se produce en “los escasos momentos asociados a los rituales supervivientes”: las fiestas, las bodas, las ceremonias habrían quedado, en efecto, desacralizadas para siempre. Pocos libros, me temo, han envejecido tan deprisa. Porque el desprestigio creciente de la democracia, en la última década, ha sido correlativo a un represtigio de la religión (y, aún peor, de las supercherías complotistas y los negacionismos científicos).

De este proceso inesperado se ocupa el último, brillante y turbador documental de la cineasta brasileña Petra Costa, 'Apocalipsis en los trópicos', que comienza con el fervor democrático volcado en la fundación de Brasilia en los años 60 del siglo pasado y acaba con la tentativa de golpe de Estado de Bolsonaro en enero de 2023. ¿Qué ha pasado en estos años en Brasil y en el mundo? Algo muy extraño, dice Costa: antes las revoluciones se hacían para que nadie, ni siquiera Dios, gobernase en lugar del pueblo; ahora los pueblos se rebelan para que Dios gobierne en su lugar. En Brasil son los evangelistas, que constituyen el 30% de la población, los que auparon a Bolsonaro a la presidencia; en Israel los judíos supremacistas mesiánicos ,los que sostienen a Netanyahu; en EEUU, una alianza de evangelistas libertarianos y católicos reaccionarios, los que moldean el triunfo de Trump. Los tres (pero también Putin en Rusia o Modi en la India) fundamentan su legitimidad, y la de sus crímenes, en discursos abiertamente religiosos. Creíamos que los islamismos radicales del mundo musulmán de finales del siglo XX eran supervivencias nefastas del pasado; eran, en realidad, la vanguardia de la novísima “batalla cultural”.

Podemos relacionar esta batalla religiosa, sin duda, con la lucha de clases, comprenderla como inseparable de las desigualdades del capitalismo, los terrores apocalípticos del cambio climático y la inseguridad tecnológica, pero eso no nos exime de darla. Es muy triste ese momento de la película de Costa en el que Lula (que ha reprochado al socialismo histórico su desprecio de la religión, pero que no se muestra dispuesto a hacer concesiones) se da cuenta de que está a punto de perder la segunda vuelta de las elecciones y se resigna, contra sus principios, a utilizar un lenguaje religioso, a dirigir una carta a la comunidad evangelista e incluso a acudir a una iglesia pentecostalista en busca del apoyo de los creyentes. “Hace veinte años”, dice Costa, “Lula se dirigió a los banqueros; ahora a los evangelistas”. La única otra alternativa era dejar Brasil en manos de Silas Malafaia y sus secuaces antivacunas, homófobos y neoliberales.

¿Qué podemos hacer los ateos de izquierdas? Dos cosas. Una, tener razón, declarar que ésa no es nuestra batalla y abandonar el mundo que queremos transformar o, al menos, conservar. La otra, aceptar un campo de batalla que ni deseamos ni predijimos y tratar de apoyarnos en -y apoyar a- los que siguen luchando en favor de un poco de democracia y un poco de igualdad, aunque crean en Dios y se casen por la Iglesia. La elección no es hoy entre socialismo o barbarie (el Che Guevara y, digamos, Kissinger) ni tampoco entre revolución o reforma (el Che Guevara y Allende); es, si se me apura, entre supervivencia y fascismo. La elección es entre Douglas Wilson y Ross Douthat, entre Silas Malafaia y Henrique Vieira, entre Carlo María Viganó y el papa Prevost. Si algo retrata el estado del mundo y los estrechos márgenes en los que tenemos que movernos es la paradoja de que el actual Gobierno español sea objetivamente uno de los mejores del planeta y la religión más progresista resida en el Vaticano, donde la herencia de Francisco, según hemos visto estos días, sigue viva, al menos en materia de inmigración, derechos sociales y derechos humanos.

La buena noticia es que en esa batalla cultural también tenemos cómplices y compañeros. La mala es que, del mismo modo que vamos perdiendo la lucha de clases, vamos perdiendo también la guerra de religión.