Milwaukee olía a grasa vieja y cebolla frita, como cualquier estadio donde el beisbol se convierte en religión de otoño. En el aire había cerveza, nostalgia y un murmullo que no sabía si era esperanza o resignación. En medio de todo eso, un japonés de mirada impasible ajustaba su guante, como quien prepara un ritual. Yoshinobu Yamamoto no vino a lanzar un juego más. Vino a recordarle al beisbol quién manda cuando la pelota está en sus manos.

EL SILENCIO ANTES DEL RUGIDO

Antes de subir al montículo, Yamamoto estiró cada pierna con disciplina militar. No miraba a las gradas ni buscaba cámaras. Solo a su catcher, su cómplice. Luego saltó la línea de foul —ese límite invisible entre lo cotidiano y lo heroico— y pisó la lomita. Había 41 mil 427 personas alrededor, pero en ese instante solo ex

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