La ofensiva sin escrúpulos de la derecha está ahogando cualquier intento de normalidad política, tal y como pretenden Feijóo y Abascal para limitar al máximo el campo de acción del Gobierno y de la izquierda

A la derecha le faltan ideas

La embestida cotidiana de la derecha contra el Gobierno irrita e indigna a no poca gente, está produciendo el alejamiento de no pocos ciudadanos respecto de la política y alimentando el riesgo de abstención en las próximas elecciones, pero hasta el momento asusta poco. Sobre todo, porque por mucho que griten y gesticulen, por muchas barbaridades que digan, los exponentes de la derecha que salen a la palestra tratando de lucirse con insultos que suenan a patio de colegio no son creíbles. Se les nota demasiado que su ira es fingida, que sus críticas son cálculo político. Sin embargo, hay motivos para preocuparse. No por la incidencia que puedan tener esos argumentos, sino porque su acción constante, impenitente, puede estar debilitando, y cada vez más, las bases en las que se asienta la democracia.

Está claro desde hace tiempo que el espectáculo que vemos cada día en el Congreso, en el Senado y en las teles forma de una operación política de acoso y derribo. Que tiene su origen hace dos años cuando las urnas le dijeron a Feijóo que no iba a poder gobernar, que, si se ponían de acuerdo, como terminó ocurriendo, todos los partidos que de una u otra manera habían estado contra el franquismo, el poder se le iba a escapar de las manos a la derecha. La reacción del PP fue negarse a aceptarlo e improvisar una estrategia que le hiciera la vida imposible al PSOE y a su bloque gubernamental. La reacción de Vox fue intensificar su ofensiva contra el PP, al que directa o indirectamente hacía responsable de la derrota electoral, con el fin último de arrancarle la primacía del bloque conservador.

Luego llegó la amnistía a los responsables del procés catalán. Pedro Sánchez quería cerrar la herida, insoportable para un país como España, que la intransigencia y el primitivismo de la derecha habían contribuido tanto a crear. Y cuando los tribunales vinieron a decir que la sentencia del magistrado Marchena contra Puigdemont y los suyos era justiciera e injusta, la derecha más profunda se puso en pie de guerra y pronunció su particular “no pasarán”. José María Aznar puso el sonido de esa respuesta, pero fueron jueces, muchos jueces, los que dieron contenido a esa amenaza de acción antidemocrática que era, a un tiempo, anuncio de guerra y también confirmación de que los principios de siempre, los del anticatalanismo y los de la España más rancia, seguían estando vigentes para muchos españoles. Algunos muy influyentes y poderosos.

Los jueces, o una parte de los jueces, se convirtieron así en lo que en tiempos anteriores habían sido los militares. En la amenaza mayor contra el futuro de la democracia. Los procesos abiertos contra el entorno del presidente Sánchez y contra el fiscal general del Estado, el único máximo dirigente judicial que no procede del entramado corporativo de la magistratura, son hasta ahora la expresión de esa opción beligerante de los jueces que se ha instalado en la política española.

En ese contexto Núñez Feijóo se ve, además, asediado por Vox, capaz de conectar mejor que el PP con el nuevo espíritu guerrero que empieza a extenderse por el mundo conservador, aunque los aires ultraderechistas que corren cada vez con más fuerza por el mundo también han contribuido a ello. Pero menos. Y decide que no tiene más remedio que lanzarse por el camino que le marca Abascal. El del conservadurismo más ultra y primitivo.

Y en esas estamos. La ofensiva sin escrúpulos de la derecha está ahogando cualquier intento de normalidad política, tal y como pretenden Feijóo y Abascal para limitar al máximo el campo de acción del Gobierno y de la izquierda. Y como, tensiones puntuales aparte, no están rompiendo el pacto de los partidos que sostienen a Sánchez, su acción es cada día más histérica. Seguramente no se dan cuenta de que eso no va a hacer más que cimentar dicho pacto y hacerlo viable hasta que los tiempos constitucionales obliguen a nuevas elecciones.

El resultado de ese enfrentamiento tan irracional no es el desgobierno, que Sánchez trata de impedir por todos los medios a su alcance, sino el desconcierto. Que ahora, de repente, la inmigración se haya convertido en el gran problema de España porque así lo dicen los estrategas de Feijóo, cuando en este país ese no es un problema sino un fenómeno extraordinario que la mayoría de los españoles asume, no sin molestias, como todos los grandes cambios.

O que una señora política muy ambiciosa pero muy cortita quiera reabrir el debate sobre el derecho al aborto, algo que podrá satisfacer a la Iglesia católica más ultramontana pero que la mayoría de los españoles tiene plenamente asimilado. O que el cerebro pensante de esa señora política haya reconocido en un tribunal que ha mentido, que el argumento principal de la causa contra el fiscal general del Estado es falso y que ningún juez haya movido un dedo para procesarle por tan flagrante delito.

Todo indica que despropósitos como ese van a seguir produciéndose. Y que cuanto peor le vaya a la derecha, y no le está yendo bien más allá de los sondeos, tendrán lugar más atentados contra la democracia, contra lo que se ha venido construyendo en las últimas cuatro décadas.

Ese es el panorama. Y la pregunta que del mismo se deriva –cada vez más inquietante, porque es cada vez más una posibilidad real– es qué puede pasar si en las próximas elecciones generales Pedro Sánchez vuelve a obtener escaños suficientes para seguir gobernando.