Es como si la violencia política no bebiera del acceso generalizado a las armas. No puede gozar de buena salud democrática un país donde es legal tener en casa un rifle Mauser 98, como el que usó el asesino de Kirk, o un revólver, como el que usó el presunto autor del atentado en Colorado
A las 12:24 del mediodía el miércoles 10 de septiembre, justo un minuto después de que sonase un disparo en un encuentro con Charlie Kirk en la Universidad de Utah Valley que dejaría al joven activista ultra con una herida mortal en el cuello, sonó otro disparo a unos 729 kilómetros de distancia, en un instituto del pueblo de Evergreen, Colorado. El atentado de Colorado, que se produjo en el mismo condado que dio lugar, en 1999, a la masacre de Columbine, dejó en estado crítico a dos estudiantes y cobró la vida de otro: un chico de dieciséis años y el presunto autor de los disparos. Me enteré del primer atentado leyendo las noticias. Del segundo, gracias a mi pareja, que, al llegar a casa ese miércoles, me contó que una estudiante suya le había escrito esa tarde para decirle que no asistiría a clase al día siguiente por lo muy sacudida que estaba emocionalmente. La estudiante era exalumna del instituto de Colorado, donde todavía conservaba una gran parte de su vida: amigos, familiares y conocidos de la comunidad de unos nueve mil habitantes. Llevamos semanas hablando incesantemente del primer atentado. Del segundo no se ha dicho prácticamente nada.
¿Por qué la diferencia? El primer atentado, como han afirmado prácticamente todos que se han pronunciado sobre el tema, se trata de violencia política. El segundo, de un tiroteo escolar. Uno excepcional, el otro común y corriente. Uno importante, el otro no tanto. El porqué tiene que ver con la llamada “violencia política.” La violencia política es para muchos politólogos, analistas y otros un índice clave del nivel democrático de un país. Cuanto menos violencia política haya, más posibilidades democráticas habrá.
Los tiroteos escolares, en cambio, son ajenos a la política, una forma de violencia que rompe vidas, familias y comunidades, pero no la democracia. Su importancia en el debate público, por lo tanto, se reduce a los escombros de una tragedia social. Aislar la violencia política es lo que nos permite estudiarla. Y en los últimos años, ese estudio nos ha llevado a afirmar que está en auge, e insistir en que algo deberíamos hacer para controlarlo, y justificar que, si no hacemos nada, la democracia se nos irá de las manos, esa que tanto nos tardó en consolidar y de la que tanto gozamos. Mientras tanto, la violencia cotidiana, como los atentados escolares —que en los Estados Unidos han llegado casi al medio centenar en lo que llevamos de año—, sigue en pie con un nivel de atención mediático más propio del cambio de las estaciones.
El líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, habló el otro día de “violencia política.” Aunque él parece no tener una definición clara del término, hay muchos analistas que sí lo tienen, desde Ezra Klein en el New York Times a Federico Rampini en El Mundo. Entre estos últimos, se da casi por sentado el vínculo entre la violencia política y la democracia. No discrepo con esta afirmación. Pero sí con nuestra completa y autoimpuesta ceguera sobre lo que es, sin duda, la raíz de casi toda violencia en los Estados Unidos, tanto política como cotidiana. La raíz no es internet, ni su capacidad para radicalizar a los jóvenes. Ni tampoco lo es la polarización política, que ha llevado cierto sector de la ciudadanía estadounidense a deslegitimar el proceso democrático. Lo que comparten el asesinato de Kirk y el atentado de Colorado es algo mucho más básico: las armas de fuego, el derecho constitucional a tenerlas y su disponibilidad civil. Es algo que, en Occidente, prácticamente solo pasa en los Estados Unidos. Pero a pesar de ser una de las mayores diferencias entre la democracia estadounidense y las demás, el hecho de que tantos civiles estén armados o podrían estarlo no parece figurar en los índices de democracia. Es como si la violencia política no bebiera del acceso generalizado a las armas. No puede gozar de buena salud democrática un país donde es legal tener en casa un rifle Mauser 98, como el que usó el asesino de Kirk, o un revólver, como el que usó el presunto autor del atentado en Colorado.
Hace poco más de un año —el sábado 21 de septiembre de 2024— me interpeló la violencia cotidiana estadounidense por primera vez. Eran las tres de la tarde, un día nublado, rozaba los 27 grados. Estaba en mi coche, parado en un semáforo, segundo en la cola. Oí un disparo. De repente, la media docena de personas que deambulaba por el cruce se echó al suelo. Vi a un chaval de veintipico años, alto y flaco, con un anorak gris y un pañuelo rojo tapándole la cara de la nariz para abajo. Sujetaba un fusil automático, apuntándolo en nuestra dirección, pero no hacia nosotros sino hacia una de las esquinas del cruce. El chaval cruzaba la calle, disparando una y otra vez hasta que llegó a soltar una docena de tiros. Me quedé congelado. Mi pareja se había dado la vuelta para hablar con nuestros hijos —uno de casi dos años, el otro de casi ocho— que estaban sentados atrás con a mi padre, de 72 años. Cuando volvió a mirar para adelante, ella también se quedó congelada. Nuestro coche se volvió una celda. Nuestras vidas ya no estaban en nuestras manos.
Nuestra experiencia con un tiroteo no es única. Baltimore, la ciudad donde vivimos, suele encabezar la lista de ciudades norteamericanas con la tasa más alta de homicidios. En lo que llevamos de año, la ciudad ha sufrido 94 de ellos. Trump hasta ha amenazado con invadir la ciudad con la Guardia Nacional, supuestamente para combatir el crimen. El mismo día que asesinaron a Kirk, hubo por lo menos un homicidio y dos atentados documentados en Baltimore. En España u otros países del continente, casi todos los atentados son noticia nacional. En los Estados Unidos, la vasta mayoría no llegan a ser ni noticia municipal. Nuestra salud democrática no depende de las tasas de violencia política, sino de la cantidad de violencia que estamos dispuestos a tolerar de nuestros vecinos. En cuanto menos violencia cotidiana toleremos, más salud democrática habrá.