Subió la tarifa, se hizo ruido tres días, y todo siguió igual: nadie bajó del camión. En el Estado de México, la protesta dura menos que un alto en rojo. La gente masculló su enojo y siguió adelante, como si la pobreza fuera una condición natural y no una construcción política. El gobierno habló de “ajuste necesario”, los transportistas de “costos operativos”, y los usuarios de nada: solo contaron monedas. No hubo marchas, solo memes. La indiferencia se volvió forma de supervivencia; la resiliencia, un disfraz de impotencia aprendida. Porque cuando la injusticia se vuelve rutina, deja de doler. Esa anestesia social es el triunfo silencioso del sistema: logra que el pueblo pague más, agradezca menos y todavía llegue puntual a trabajar.

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El costo de la obediencia

El silencio del pasajer

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