Se trata de trabajar con los que acosan para que paren y sean conscientes del daño que causan, desarrollen empatía y adopten otras formas de relacionarse. Entre las y los especialistas que abordan el acoso escolar se insiste en que el abordaje ha de ser con quien agrede, y ha de ser firme, directo y reeducativo

A la vuelta del verano, una niña de 14 años le contó a su madre el miedo que tenía de volver a clase. No era la inquietud habitual de quien cambia de curso, sino una angustia que la estaba haciendo sufrir. Como muchas niñas y niños que padecen acoso escolar, uno de cada diez según la Fundación ANAR, temía reencontrarse con quienes la humillaban. Su madre, que ya había alertado al centro el curso anterior, llevó esta vez el informe de la psicóloga y pidió algo tan básico como que la separaran de las compañeras que la hostigaban. No pidió sanciones ni castigos, solo que la protegieran. El colegio no activó el protocolo de acoso ni el de riesgo de suicidio. No habló con las niñas ni con sus familias, tampoco con los profesores ni con la clase. No hizo nada. Esta semana, Sandra se ha quitado la vida.

El caso de Sandra no es una excepción, sino el reflejo de un patrón que se repite en demasiados centros educativos. Por supuesto que en este caso la dirección de las Irlandesas de Loreto de Sevilla deberán responder ante su falta de actuación, sin embargo, hay un elemento a reflexionar -según el VI Informe de Prevención del Acoso Escolar, elaborado por la Fundación Mutua Madrileña y la Fundación ANAR- y es que las niñas, niños y adolescentes sienten que, ante el acoso, la respuesta de profesorado y centro es el silencio. Casi uno de cada tres alumnas y alumnos percibe que el profesorado no actúa ante el bullying. En más de la mitad de los casos conocidos, el centro no hizo nada o su intervención fue ineficaz, y uno de cada cuatro víctimas asegura que el acoso se prolongó más de un año. Estos datos muestran que la inacción -o la tardanza en intervenir- no es algo ocasional, sino que en los centros educativos se normaliza por encima de lo aceptable la violencia cotidiana entre las y los alumnos.

Pero hay una pregunta que pocas veces nos hacemos desde un enfoque socio educativo, porque desde el punitivo ya sabemos la respuesta. ¿Qué hacer con quienes acosan? Porque lo habitual dentro del sistema educativo es, en aquellos casos en los que se reacciona, dirigirse a la niña o niño víctima para pedirle que haga cosas: que cambie de clase, que se mantenga al margen, que aprenda a ignorar o a resistir, que pida ayuda, que no se deje humillar o pegar... Un mensaje peligroso que lanza el mundo adulto, especialmente cuando no va precedido o acompañado de más actuaciones. No es la persona agredida la que debe adaptarse. No es su responsabilidad que el acoso acabe cuando sabemos que el acoso no es un impulso espontáneo ni un juego entre iguales: es una forma de ejercer poder, de someter y de ganar reconocimiento a costa del daño ajeno.

En ese sentido, antes de llegar al extremo que tantas veces se llega, se trata no solo de sancionar, sino de intervenir. Se trata de trabajar con las y los niños que acosan para que paren y sean conscientes del daño que causan, desarrollen empatía y adopten otras formas de relacionarse. Entre las y los especialistas que abordan el acoso escolar se insiste en que el abordaje ha de ser con quien agrede, y ha de ser firme, directo y reeducativo. No se trata de reprimir y castigar con dureza y ya está, sino de responsabilizar, de construir límites coherentes que no reproduzcan la violencia, sino que la transformen para que no se repita.

Es necesario tener en cuenta que el acoso no ocurre en el vacío. Se da en entornos donde la burla, la humillación o el desprecio se toleran y, a veces, hasta se celebran o se premian. Las conductas de quienes acosan no aparecen de la nada: son también un síntoma de algo que no va bien en ellos o en su entorno, señales de un malestar que debe entenderse y abordarse. Una escuela que quiera prevenir la violencia no puede limitarse a reaccionar ante los casos, sino que ha de construir una cultura de convivencia que desactive las dinámicas de poder y deslegitime la crueldad como forma de relación. El buen trato como modelo, metodología y fin.

Pero, además, debemos comprender que el acoso escolar no es solo un problema de la infancia o la adolescencia: es el espejo de la sociedad que dice educar. Las niñas y los niños aprenden de lo que ven y de lo que los adultos normalizan. En un país donde el insulto se ha convertido en forma de debate político y la burla pública en entretenimiento, donde el odio y el desprecio hacia las personas más vulnerables se usan para obtener likes y visitas o ganar elecciones, ¿cómo esperamos que quienes crecen observando todo esto entiendan el respeto, la convivencia y la no violencia como valores? No podemos abordar el grave problema del acoso escolar sin revisar la hostilidad y la agresividad del mundo adulto en el que viven. No son cosas de niños, ni solo de niños.