A la imagen del escritor que cree merecer, o le han dicho que merece y lo creyó, el Premio Nobel de lo que sea, imagen que me resulta del todo antipática, alguien con la mirada fija en la pantalla del teléfono esperando escuchar en el discurso del anunciador de turno su propio nombre, se contrapone otra, mucho más simpática: la de aquel que sigue con su vida, totalmente despreocupado por los caprichos de una banda de suecos que tienen tanto que ver con el resto de la humanidad como un manuscrito del siglo XV tiene algo que ver con la vida sexual de las almejas. Cuando el martes 7 de octubre anunciaron el nombre del ganador del Premio Nobel de Medicina, Fred Ramsdell estaba haciendo trekking en un parque naciopnal de Wyoming, y su teléfono no recibía señal alguna. En determinado momento su

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