El exvicepresidente de EEUU fue una figura clave en la ampliación del poder de la Casa Blanca y en la "corrupción de la relación entre los servicios de inteligencia y la política" para vender la guerra de Irak
Muere Dick Cheney, vicepresidente de Bush e impulsor de la invasión de Irak
El exvicepresidente de EEUU, Dick Cheney, fallecido a los 84 años, llegó a ser considerado un moderado en sus últimos años por su firme oposición a Donald Trump, pero también se le acusa de allanar el camino al trumpismo al socavar la independencia de las agencias de inteligencia y la adhesión de Estados Unidos al derecho internacional.
Como segundo de a bordo de George W. Bush en la llamada “guerra contra el terror”, declarada tras los atentados del 11-S, Cheney se convirtió en uno de los vicepresidentes más poderosos de la historia de Estados Unidos y fue uno de los principales protagonistas de la invasión de Irak. También del uso de la tortura contra presuntos miembros de Al Qaeda detenidos sin cargos en los “sitios negros” de la CIA en el extranjero.
Al hacerlo, adoptó una postura firme sobre los poderes de la presidencia en relación con los demás poderes del Estado, argumentando que la Casa Blanca había sido indebidamente limitada por el Congreso tras la Administración Nixon y el Watergate.
A pesar de criticar duramente al equipo de Trump por sus excesos, Cheney no se disculpó por su historial. Afirmó que un presidente estadounidense debería tener libertad para ejercer el poder de Estados Unidos en el mundo, lo que justificaba diciendo que el país era “la mayor fuerza del bien que el mundo haya conocido jamás”. Su libro de 2015, escrito junto a su hija Liz, se titulaba Exceptional (Excepcional).
De la tortura a las armas de destrucción masiva
Cheney sostuvo que los “interrogatorios mejorados”, eufemismo utilizado por la Administración Bush para referirse al uso de la tortura, “habían mantenido a salvo” a EEUU. “Creo que es directamente responsable del hecho de que hayamos podido evitar o frustrar nuevos atentados contra el territorio nacional durante siete años y medio”, declaró Cheney al Washington Times en 2008.
Sin embargo, no hay pruebas de que el uso de la tortura, incluido el 'waterboarding' (ahogamiento simulado), haya permitido frustrar nuevos atentados, y su uso ha servido para contaminar los testimonios en varios casos relacionados con el 11-S que se están juzgando en Guantánamo, lo que ha imposibilitado la celebración de un juicio adecuado en el territorio continental de Estados Unidos.
El centro de internamiento de Guantánamo es otro legado de la era Bush-Cheney, un limbo legal duradero con el que los dos gobiernos demócratas posteriores no lograron acabar. Trump lo ha utilizado como centro de detención para los migrantes deportados.
Hasta su muerte, Cheney siguió insistiendo en que la invasión de Irak en 2003 y el derrocamiento de Sadam Husein fue la decisión correcta. Lo defendió pese al prolongado conflicto civil que desencadenó y al coste de la vida de cientos de miles de civiles iraquíes.
“El Irak de Sadam era el nexo más probable entre los terroristas y las armas devastadoras que buscaban”, escribieron Cheney y su hija en Exceptional. Esta justificación pasa por alto el hecho de que las armas de destrucción masiva (ADM), que fueron el argumento para ir a la guerra, no existían. El régimen de Sadam había puesto fin a los programas de ADM años antes.
"Todos los presidentes posteriores, mediante programas de drones o de vigilancia extraordinaria, han seguido el legado de Cheney hasta llegar al momento actual de la historia de Estados Unidos", dice.
La comunidad de inteligencia estadounidense se mostró inicialmente ambivalente sobre las pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva en el período previo a la guerra. Cheney desempeñó un papel protagonista a la hora de persuadir a las agencias para que elaboraran informes acordes con la convicción del Gobierno de que dichas armas suponían una amenaza existencial y estaban a punto de caer en manos de terroristas. Con ese fin, el entonces gobernador y vicepresidente invalidó las normas que salvaguardaban la independencia de las agencias de inteligencia acudiendo en persona en varias ocasiones a la sede de la CIA en Langley (Virginia), con el objetivo aparente de intimidar a los analistas de inteligencia.
“Cheney fue una figura clave en la corrupción de la relación entre los servicios de inteligencia y la política con el fin de vender la guerra de Irak”, dice Paul Pillar, que era el oficial de inteligencia nacional para Oriente Próximo y Asia Meridional en el Consejo Nacional de Inteligencia en el momento de la invasión.
“En un discurso pronunciado en agosto de 2002, declaró que 'no hay duda de que Sadam Husein tiene ahora armas de destrucción masiva', semanas antes de que la comunidad de inteligencia hubiera siquiera comenzado a trabajar en lo que se convertiría en una evaluación notoria sobre ese tema”, dice Pillar. “Es fácil imaginar la presión a la que se vieron sometidos los oficiales de inteligencia al intentar contradecir directamente una declaración pública de un alto cargo político. Cheney también incitó repetidamente a las agencias de inteligencia a que intentaran encontrar cualquier indicio que pudiera utilizarse para sugerir que existía una alianza entre el régimen iraquí y Al Qaeda”.
Un ejecutivo más poderoso
Cheney desempeñó un papel decisivo en la aprobación de la Ley Patriótica de los Estados Unidos seis semanas después de los atentados del 11 de septiembre, que amplió ampliamente los poderes del ejecutivo para llevar a cabo investigaciones y vigilancia sin orden judicial en nombre de la lucha contra el terrorismo, a pesar de las objeciones de los defensores de las libertades civiles, que advirtieron de que se utilizaría como arma contra los estadounidenses de a pie.
La Administración Trump ha utilizado el grito de guerra de la lucha contra el terrorismo para justificar la represión de la disidencia e incluso el uso de la fuerza en el territorio estadounidense por parte de las unidades de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), que han experimentado una expansión y un aumento de poderes espectaculares.
“Cuando Dick Cheney estaba retorciendo las leyes internacionales y nacionales para ampliar el poder ejecutivo, construir los campos de Guantánamo y potenciar el programa de tortura de Estados Unidos, los abogados de derechos humanos predijimos que acabaríamos donde estamos ahora: con un ejecutivo que se arroga el poder de calificar cualquier oposición de 'terrorismo' y cualquier acción estatal de 'guerra' para eludir su responsabilidad”, dice Alka Pradhan, abogada defensora en los tribunales militares de Guantánamo y profesora adjunta de Derecho en la Universidad de Pensilvania.
“Todos los presidentes posteriores, mediante programas de drones o de vigilancia extraordinaria, han seguido el legado de Cheney hasta llegar al momento actual de la historia de Estados Unidos”, dice.

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