50 años después de la Marcha Verde, España, potencia administradora de uno de los últimos territorios del mundo pendientes de descolonizar, ha habandonado a la población saharaui con un giro radical que ahora adopta incluso el Consejo de Seguridad de la ONU

Cincuenta años después de mostrarse impotente ante la astuta jugada de Hasan II con la Marcha Verde, resulta evidente a todas luces que España se ha desentendido completamente del Sahara Occidental, olvidando que sigue siendo la potencia administradora de un territorio que la ONU identifica como sujeto a descolonización.

Fueron muchos los años en los que los sucesivos gobiernos españoles se escudaron en una supuesta “neutralidad técnica” que remitía a la ONU la resolución del conflicto iniciado tras la retirada de las tropas españolas (noviembre de 1975). Igualmente, a partir del plan de paz de 1991, la posición oficial seguía estando alineada con las Naciones Unidas y su pretensión de celebrar un referéndum en el que el pueblo saharaui pudiera hacer uso de su derecho a la autodeterminación. El paso del tiempo iba dejando cada vez más claro que dicho referéndum no iba a celebrarse y que el conflicto, aunque larvado, seguía abierto, con Marruecos ganando ventaja tanto en el terreno militar como en el plano diplomático.

Esa tradicional posición gubernamental apenas lograba esconder un cálculo muy básico. Se contaba con que la ONU no sería capaz de resolver el conflicto a corto plazo y que, por tanto, Marruecos se vería obligado a seguir manteniendo indefinidamente el grueso de sus Fuerzas Armadas Reales (llegó a contar con unos 120.000 efectivos militares en lo que siempre ha denominado “las provincias del sur”) desplegado entre la zona ocupada y la línea de muros que le permiten controlar el 80% de lo que se suele denominar el “Sahara útil”. O, lo que es lo mismo, que Rabat no podría liberar fuerzas con las que bascular hacia Ceuta, Melilla y el resto de los territorios españoles que reclama insistentemente como propios. Conscientes de que la defensa militar de dichos territorios era (y es) muy problemática si finalmente Rabat decidía ir adelante en sus reivindicaciones soberanistas, se esperaba, en definitiva, que nuestro vecino del sur tuviera que continuar ocupándose durante años de otras tareas.

Aunque el cambio de posición no tiene una fecha exacta, es innegable que los atentados de Atocha (marzo de 2004) contribuyeron significativamente a acelerar un proceso que ya se venía gestando en el contexto de una pos Guerra Fría que, en el caso concreto del Sahara Occidental, iba basculando cada vez más claramente a favor de Rabat. Así, comenzó a cobrar peso la idea de que nos interesaba intensificar la colaboración con Marruecos en, al menos, tres ámbitos que afectaban (y afectan) a nuestra seguridad: narcotráfico, terrorismo yihadista y flujos migratorios irregulares. A eso se añadía un nuevo planteamiento sobre la vecindad, considerando que a España le interesaba contar con un Marruecos estable y apaciguado, una cuestión que pasaba por cumplir con su sueño soberano sobre el Sahara Occidental, pilar fundamental de una monarquía que había logrado convertir esa aspiración en prácticamente unánime dentro del reino.

En consecuencia, España apostó por incrementar la colaboración en esos tres campos a cambio de pagar el peaje de alinearse con una ambición marroquí a la que ya se estaban sumando otros actores internacionales; lo que, de paso, iba haciendo cada vez más visible el abandono en el que iba quedando tanto el plan de paz de la ONU como, por supuesto, el pueblo saharaui. Y, por si faltaba algo, para inclinar definitivamente la balanza española a favor de Rabat, ahí estaba Donald Trump, en diciembre de 2020, declarando al Sahara Occidental como territorio marroquí (a cambio de que Rabat normalizara relaciones con Tel Aviv).

De ese modo se ha llegado a la situación actual. Una situación que deja a los saharauis desasistidos, por mucho que el derecho internacional esté de su parte, tras la dejación de responsabilidades de los sucesivos gobiernos españoles; y a Marruecos saboreando lo que ya considera una victoria definitiva tras la aprobación de la Resolución 2797 del Consejo de Seguridad de la ONU. Tanto es así que Mohamed VI acaba de decretar como nueva fiesta nacional el 31 de octubre, bajo el rimbombante nombre de Día de la Unidad.

Nada de esto implica ni que el conflicto se haya resuelto por fin —aunque es innegable concluir que el tiempo corre abiertamente a favor de Marruecos—, ni que el Gobierno español haya logrado lo que buscaba. Por una parte, la literalidad de la citada Resolución sigue contemplando tanto la continuación de la MINURSO como la vía de la autodeterminación, aunque ya identifique la propuesta marroquí de autonomía como la “opción más viable”. Y aunque el Frente Polisario no cuenta ni militar ni diplomáticamentecon con los medios necesarios para cambiar la dinámica a su favor, nada puede darse por seguro en una región sometida a una creciente carrera armamentística entre Rabat y Argel, con considerables apoyos externos desde Washington y Moscú (pese a que Rusia no votó la resolución del Consejo de Seguridad).

Por otra, al margen del discurso oficial que presenta las relaciones hispano-marroquíes como idílicas, basta con mirar a las recurrentes crisis provocadas por Marruecos —sea manipulando la desesperación de sus conciudadanos para chantajear a España y a la Unión Europea facilitando la entrada de personas migrantes en Ceuta y Melilla o incumpliendo los compromisos sobre los pasos aduaneros— para entender que Rabat sigue estando lejos de ser un vecino serio y fiable. Y todo ello sin olvidar que cualquier Gobierno español todavía tiene pendiente explicar a su propia opinión pública, mayoritariamente prosaharaui, un giro que difícilmente cabe calificar de exitoso.