
Un día, cuando éramos estudiantes, e inmediatamente sabrán lo lejos que queda eso, el gran Frans van den Broek Chaves, peruano con estirpe de holandés errante, se mostraba asombrado: “esto en mi país sería imposible, de repente tienen ustedes democracia”. Se refería al comienzo en la investigación de un juez de nombre novelesco y pinta de repelente que leíamos en un diario compartido (entonces compartir era separar hojas). Aquel instruía un caso contra altos cargos del Ministerio del Interior por terrorismo de estado, y ponía en apuros al gobierno en su conjunto. En el bien iluminado ambiente de la cafetería de la facultad de filosofía a mi amigo se le brindaban explicaciones para que no confundiese las cosas, que el felipismo era una de las máscaras del terror burgués capitalista, que caía en su propia trampa, una justica que sirve por otros medios a los mismos intereses, y otras cosas no menos evidentes. Tendría yo veinte años y en eso me excuso por vacilar frente aquellas verdades como puños de los que salen por detrás. Frans, más sazonado, biólogo y poeta, llevaba la conversación hacia el amor y las catecolaminas.
Cuatro décadas más tarde abulta recorrer la lista de presidentes del Perú que en el siglo XXI han sido encausados y enviados a prisión. Alberto Fujimori (por golpismo y terrorismo de estado, 25 años), Alejandro Toledo (condenado a 20 años por corrupción), Alan García (se suicidó antes de ser detenido por orden judicial, por corrupción), Ollanta Humala (15 años por corrupción), Pedro Pablo Kuczynski (la fiscalía pide 35 años, está en arresto domiciliario por corrupción), Martín Vizcarra (piden 15 años por corrupción), y Pedro Castillo (en prisión preventiva, piden 24 años, por abuso de autoridad y rebelión). También en los países vecinos: en Argentina, Cristina Fernández ha sido condenada a seis años e inhabilitación perpetua por corrupta, y se ha ordenado abrir juicio por corrupción contra Alberto Fernández; en Colombia han condenado este mismo verano a Álvaro Uribe a 12 años por interferir con la justicia; y en Brasil espera en estos días Jair Bolsonaro, en arresto domiciliario, una sentencia de hasta 43 años por golpismo.
No puede sorprender que los partidarios de algunos de ellos digan que se trata de lawfare (el suyo sí, el de los otros no, allá cada uno con su sentido del ridículo). Tampoco que los líderes populistas le den zapatazos a la justicia siempre que pueden. Sin salir de América, o de las Américas como dicen los estadounidenses, Trump incluso ha internacionalizado la lucha, hostigando a los jueces brasileños en socorro de su lamentable aliado. Y es difícil encontrar un legado más funesto de López Obrador que la reforma judicial mexicana de 2024. (“Una de las tragedias jurídicas y políticas de nuestro tiempo” dijo Roberto Gargarella, que es a quien hay que leer ).
Alegorías
La justicia es mejor cuanto mejor es la democracia. Sin verdadera alternancia y dispersión del poder los políticos, expolíticos y personas de su confianza tendrían poco que temer de la justicia. Posiblemente eso sucedía en la América de Frans, que no cambiaba nada ni cuando parecía que iba a hacerlo. (Regalo como tema de trabajo cómo incide el presidencialismo y que en Perú los partidos se hayan desintegrado). El moderno populismo aborrece la alternancia y las servidumbres institucionales porque aborrece la vulnerabilidad del poder ejecutivo (dícese, de la gente). Es signo de los tiempos que se puede hablar de amurallarlo sin carraspear. Otros la toman con el reparto sincrónico, la fragmentación territorial, la ruptura de la unidad de los ciudadanos, y todo aquello. Pero la ley son solo palabras si el poder no se divide. No es que unos poderes moderen a otros, como en esa metáfora de taller de tecnología de los padres de la constitución de Estados Unidos, me parece a mí, sino que solo así la justicia tiene una oportunidad.
La democracia es mejor cuanto mejor es la justicia. Sabemos que la justicia no es, ay, igual para todos, pero no es por eso por lo que repele a algunos profesionales del poder político. Se me ocurren dos motivos en los que no siempre se piensa lo bastante. El primero es que la justicia tiene un enorme poder ejemplar. El segundo, que tiene una gran capacidad igualadora. La justicia es más insidiosa cuanto más democrática. En definitiva, creo que el cuento es el contrario del que se cuenta. Permítanme abrir la página cultural con dos excursiones a la historia de la teoría política para ilustrarlo; luego vuelvo a lo que nos aflige hoy en España.
Recuerda Tocqueville cómo en Francia, durante el Antiguo Régimen, “los oprimidos” sólo podían “hacerse oír” en la organización judicial, y cómo este poder se mantuvo firme mientras pudo frente al Soberano. “Nos habíamos convertido en un país de gobierno absoluto (..) pero seguíamos siendo un pueblo libre gracias a nuestras instituciones judiciales”. Estas palabras puede que sean un exceso de énfasis, pero importa entender que el autor le asignaba a la justicia un empuje democrático decisivo en el periodo pre- revolucionario: “Los hábitos judiciales se habían convertido en hábitos nacionales. Se había tomado de los tribunales la idea, que se generalizó, de que toda cuestión está sujeta a debate y toda decisión es apelable, al uso de la publicidad y al gusto por las formas, cosas enemigas de la servidumbre”.
Pensemos un momento. Decisiones razonadas y transparentes, informes independientes, interpelación y debate, personas obligadas a decir la verdad, atribución de responsabilidades por hechos, expresiones particulares y razonadas del disentimiento en las decisiones, revisión de las decisiones. Tiempo para hablar. Todo por escrito, todo registrado, todo abierto a consulta. Si ya las sentencias estuvieran escritas en un lenguaje limpio y ordenado, podría parecer un fragmento de fantasía democrática.
La democracia no es solo esto, hasta la democracia onírica necesita otros motores, pero la democracia no puede ser sin “los hábitos judiciales”. Todo lo que se dice sobre democracia “verdadera” que ignora esto es pueril o peligroso.
En la antigua Grecia (qué mala señal es empezar así una frase, pero denme algo de crédito) los enemigos de la democracia la definían como el gobierno del poder popular, de la asamblea, de la mayoría frente a la gente selecta (un tipo conocido como el Gran Oligarca o pseudo-Jenofonte, espectaculares los nombres, es el más antiguo que tenemos; Platón, el más célebre). Los mejores amigos de la democracia, de la forma en la que perduró en el tiempo, hilaban más fino y la distinguían por la justicia: régimen en el que el pueblo le había quitado al gobierno el control de la justicia. Así lo subraya Aristóteles, defensor de regímenes moderados. Para demócratas como Demóstenes e Isócrates la democracia era un régimen cívico en el que imperaba la ley y el ciudadano participaba en papeles bien diferenciados, constitucionalizados, de los que la asamblea era solo uno de ellos, y los tribunales, otro.
La acusación popular era feroz, cualquier ciudadano podía hacerse oír contra cualquier cargo público, denunciarlo y someterlo a un jurado. El ciudadano sólo tenía que temer que la resolución fuera casi unánime en su contra (80% o más), esto es, a la patente y punible falta de fundamento. Los jurados se formaban por cientos de ellos elegidos por sorteo, de modo que eran a la vez representativos e incorruptibles. Eran también jueces, dictaban sentencia. Estaban vinculados por un juramento para decidir conforme a la ley o, si la ley no respondía, a su sentido de la justicia. Las leyes había que interpretarlas, pero los griegos eligieron que los ciudadanos pudieran ser todos jueces, precisamente para garantizar la independencia de la justicia (¿independencia “de sí mismos”? preguntarán perplejos los fetichistas de la soberanía). Para que imperase la ley y el interés general, no desde luego para que la ley se alineara con la voluntad de la asamblea, un motor necesario de la ciudad (pero que no podía cambiar las leyes), más proclive a ser voluntad de parte, cuando no la de un líder (que en griego se dice demagogo).
A los del lawfare me gustaría a mí verlos delante de un jurado de quinientos ciudadanos elegidos al azar que hubieran de decidir por mayoría y en conciencia su destino profesional, y puede que penal, después de escuchadas las partes. (Piensa el cuñado que todos están de su lado. De modo que recordemos que esto aplica igual a los de “los jueces fachas” y a los de “las juezas charos”). La justicia también es el vértigo de la igualdad de trato.
Fin
Así como tenemos representantes tenemos tribunales, no nos queda más remedio que delegar. No hay delegación perfecta, las instituciones se perfeccionan por aprendizaje. Pero los resultados son los resultados, y posiblemente los jueces prevaricadores ponen en riesgo su carrera más que los políticos en parecido abuso. Que todos los partidos hayan visto persecuciones políticas cuando la justicia ha intervenido en su contra no me parece que sea nada que merezca comentario. Al final sale a flote una porción relevante de la verdad. No toda, eso es seguro, pero más de la que sabríamos si no fuera por los jueces. Y los ciudadanos toman buena nota de ello, que se lo digan al anterior Presidente del Gobierno.
“Hay jueces haciendo política y políticos haciendo justicia” ha dicho el actual Presidente del Gobierno. No se le puede negar. No esconde que entre los segundos se cuenta él mismo. Dice Tocqueville que malo es cuando se mezclan, pero que cuando la justicia se entromete en la administración de las cosas solo se perjudica a las cosas, mientras que cuando los administradores se entrometen con la justicia se perjudica a la libertad.