La izquierda reclama al nuevo primer ministro, Sébastien Lecornu, que ponga en marcha la llamada 'tasa Zucman', un gravamen específico del 2% sobre todas las fortunas que superan los 100 millones de euros; pero la extrema derecha de Le Pen plantea como alternativa una lista de exenciones a este tributo que anularía, 'de facto', su propio objeto

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Francia, la segunda economía del euro, ha vuelto a poner sobre la mesa la necesidad de aplicar un gravamen a los milmillonarios por su delicada salud presupuestaria y su frágil juego de equilibrios políticos. La iniciativa de implantar una tributación del 2% a los grandes patrimonios ha estado sumida en una siesta estratégica desde que, durante el mandato del expresidente Joe Biden, irrumpiera en el escenario internacional como el mecanismo tributario idóneo para que las grandes fortunas aportaran una contribución básica –y justa, según varios de sus mentores, como el economista Thomas Piketty– a las arcas de sus estados. La reivindicación, además, pretendía completar así la exigencia de un gravamen mínimo del 15% que el G-20 puso en liza en 2022 para acabar con el extenso abanico de exenciones, deducciones y argucias legales que, como el concepto tributario de la residencia de sede social, han camuflado por decenios los beneficios empresariales y minimizado por ende sus obligaciones tributarias por todas las latitudes del planeta.

Donald Trump ha enterrado de nuevo la idea de que los ricos contribuyan a financiar los gastos del bienestar. Hasta que Francia y su acuciante desorden presupuestario, con espasmos en su prima de riesgo y la amenaza de sepultar la presidencia de Emmanuel Macron, ha vuelto a desempolvar la caja de Pandora. No sin que las grandes fortunas galas, que tras la pandemia parecían haberse alineado con el patriotismo impositivo en la segunda economía del euro, muestren su estupor. El llamado impuesto a la riqueza ha salido a la palestra tras el cese de François Bayrou como primer ministro –el quinto en dos años– y ha hecho tambalearse los cimientos mismos del Elíseo. A su sustituto, Sébastien Lecornu, no le gusta la propuesta. Pero es la condición sine qua non que la bancada socialista de un Parlamento sumamente dividido le exige para concederle su apoyo.

El delfín de Macron prefiere rescatar la iniciativa de Bayrou de supervisar las sociedades holding de los grandes patrimonios, una mera labor inspectora, sin presión fiscal sobre las rentas altas. En cambio, la formación socialista, que lidera Olivier Faure, le reclama el Impuesto Zucman, en referencia al economista Gabriel Zucman, que dirige el Observatorio Europeo de Fiscalidad y al que muchos consideran el discípulo aventajado de Piketty, para sellar un acuerdo presupuestario para 2026 que evite otra crisis política en Francia. Según los cálculos socialistas, un gravamen específico del 2% sobre todas las fortunas que superan los 100 millones de euros –la premisa fiscal de Zucman– sumaría 15.000 millones de euros anuales al fisco galo. A lo que habría que añadir otros 3.800 millones procedentes de una reforma legal, con subida de la presión tributaria, sobre las ganancias del capital y los dividendos, que también demanda Faure.

A la extrema derecha y los grandes patrimonios no les gusta una maniobra que tildan de revuelta impositiva. La líder de Agrupación Nacional, Marine Le Pen, se cuidó de rechazar la medida ante el creciente descontento social que ha resurgido en el país, pero planteó como alternativa una lista de exenciones a este tributo que anularía, de facto, su propio objeto impositivo al reclamar que se exoneraran de sus bases tributarias las propiedades residenciales, activos comerciales y hasta el 75% de sus montantes de acciones en pequeñas y medianas empresas (pymes).

Todo un circunloquio dialéctico para “no perturbar a la clase media empresarial”, admite Le Pen. Aunque en el fondo, también a sus propios votantes. No por casualidad, una encuesta reciente asegura que el 86% de los franceses aprueba el Impuesto Zucman, incluyendo el 96% de los votantes socialistas y el 75% de quienes apoyan a la formación ultraderechista de Le Pen.

Más alterados se mostraron Bernard Arnault, dueño y señor del emporio del lujo LVMH, quien califica a Zucman de “activista de extrema izquierda” y el director del banco inversor Bpifrance, Nicolas Dufourcq, que critica la propuesta por “descabellada”. En medio de manifestaciones que ganan en afluencia y que han intentado bloquear la sede de la naviera CMA CGM, propiedad del multimillonario Rodolphe Saadé y su familia, y de programas de debate que inundan las parrillas de televisión sobre la desigualdad y la justicia fiscal.

Sus mensajes han sido mucho más gruesos que el que ha empleado el gobernador del Banco de Francia, François Villeroy de Galhau, para quien las directrices presupuestarias bajo negociación “deberían servir para mejorar la equidad fiscal”, abordar una hoja de ruta que lleva al “equilibrio de las cuentas públicas” y encontrar “un esfuerzo de ajuste fiscal que comprometa a todos los ciudadanos”. Palabras alejadas de la advertencia de Arnault de que el tributo dejaría a la economía francesa de rodillas y a merced de los mercados.

Piketty, por su parte, enfatiza que esta herramienta impositiva “debería entenderse como un mínimo imprescindible”, dada la encrucijada presupuestaria y de deuda a la que está sometida Francia, de “gran magnitud” y que requiere “capitales ingentes”. En su opinión, el cheque que obtendría la Hacienda Pública francesa por este concepto tributario a los ricos oscilaría entre los 20.000 y los 25.000 millones de euros anuales -cifras sensiblemente superiores a las que baraja el socialismo galo- de implantarse en toda su dimensión.

Dilema global

La competencia fiscal es el argumento que, desde la doctrina neoliberal, siempre se ha utilizado para eludir la imposición a los ricos en función de su valor patrimonial. El capital fluye con plena libertad y acude a territorios de baja tributación, sustentados en su soberanía económica y, por supuesto, impositiva, manifiestan sus correligionarios. Es el “nerviosismo” que Zucman dice que está detrás del ataque hacia su persona de Arnault, destacado donante de la campaña electoral de Donald Trump, y que esconde deliberadamente episodios del pasado como el esfuerzo que los ricos jugaron en la sostenibilidad de las arcas del Tesoro norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial.

La tasa impositiva máxima sobre las rentas de los grandes patrimonios estadounidenses durante el periodo 1944-1963 superó el 90%, con su tope en el penúltimo año de la contienda bélica con el 94% de sus ingresos imponibles. Solo a partir de 1964 inició su descenso, hasta alcanzar unas cotas homologables con las del resto de las potencias occidentales en 1987. El doble mandato de Reagan aceleró de manera abrupta las rebajas de sus obligaciones, tesis que asumió con fervor el thatcherismo británico, al instaurar un liberalismo sin ataduras y con un testimonial control del Estado.

Pero también pervive en Europa. Además de en España, donde el Impuesto sobre el Patrimonio, creado en 1977, sufre más o menos mutilaciones en función del signo político que habite en La Moncloa y debido al nexo de unión entre sistema tributario y financiación autonómica, también opera en Noruega. El formuesskatt o gravamen patrimonial a los ricos está en vigor desde 1892, años antes de su independencia de Suecia, y sigue en plena forma. Al fin y al cabo, acaba de ser uno de los caballos de batalla de la reciente contienda electoral.

La victoria laborista en las urnas del pasado 8 de septiembre se fraguó en las últimas semanas y en gran medida por el compromiso de Jens Stoltenberg, antiguo secretario general de la OTAN y ex primer ministro del país que volvió a la arena política noruega en febrero como titular de la cartera de Finanzas, de modificar el mapa tributario de una economía que supone menos de un tercio del PIB español. Pero que recaudó en 2024 por este concepto 32.000 millones de coronas noruegas; casi 2.800 millones de euros. Aunque sin suprimir el formuesskatt.