
Vivimos en una sociedad que premia la audacia y la frialdad. Lo vemos en series como House of Cards, donde Frank Underwood asciende pisando a quien haga falta. En Succession, Logan Roy domina su imperio familiar a base de miedo y control. Incluso en El lobo de Wall Street el exceso se celebra como si fuera genialidad.
Estas historias no han inventado nada: reflejan una idea extendida, que “el fin justifica los medios”. Y ese mismo modo de actuar también aparece, a veces, en la vida real.
La psicopatía se ha estudiado durante décadas. En los años cuarenta se describió como encanto superficial, ausencia de culpa, frialdad emocional y conducta impulsiva. Más tarde, se crearon herramientas para medirla y se demostró que estos rasgos no solo aparecen en criminales. También están presentes, en menor grado, en personas aparentemente normales y exitosas. Algunas funcionan bien en la sociedad e incluso son capaces de alcanzar el poder.
Perfiles difíciles de detectar
No obstante, este tipo de perfiles oscuros son difíciles de detectar. Suelen convivir con buenas habilidades sociales. De manera que su encanto inicial puede ocultar sus fallos y su comportamiento dañino y peligroso. A corto plazo pueden parecer líderes ideales, pero a largo plazo dejan conflictos, miedo y desgaste.
En las empresas, sobre todo en la cúpula, el carisma frío, el gusto por el riesgo y la manipulación pueden vender un buen liderazgo. Muchas compañías persiguen resultados inmediatos, seguridad aparente, gestos firmes, decisiones rápidas. La empatía, en cambio, se ve como una debilidad. Incluso en las entrevistas se valora más el aplomo que la ética de la persona.
Así se cuelan máscaras bien pulidas, una apariencia de control que puede deslumbrar y ocultar señales de abuso o incompetencia. Después, esa frialdad y la ambición impulsan el ascenso, aunque a menudo acaban debilitando el entorno que los sostiene.
Dos grandes psicópatas
La historia reciente nos deja ejemplos claros. Bernie Madoff mantuvo durante años una imagen de respetabilidad mientras dirigía una enorme estafa piramidal que hizo perder 50 000 millones de dólares a miles de inversores. Madoff usaba el dinero que entraba de nuevos clientes para pagar a los antiguos y hacerles creer que estaban ganando rendimientos. En realidad, no había ninguna inversión detrás, solo movía dinero de unos a otros hasta que todo colapsó.
Kenneth Lay, de Enron, parecía un visionario mientras su empresa maquillaba cuentas y ocultaba deudas, hasta provocar una de las mayores quiebras de la historia y arruinar a miles de personas. Ambos mostraban carisma y sangre fría hasta que todo se derrumbó.
En política ocurren situaciones similares. Donald Trump ha construido su imagen en torno a la fuerza y la confrontación constante. Usa mensajes simples y combativos, domina el escenario y no muestra dudas. A muchos seguidores eso les inspira admiración, pese a su tono agresivo y a su escasa disposición al diálogo y el consenso.
Algo parecido pasa con líderes que impulsan guerras actuales. La invasión de Ucrania por Rusia o la ofensiva de Israel en Gaza, con decenas de miles de civiles muertos y desplazados y un caso por genocidio ante la Corte Internacional de Justicia, muestran cómo decisiones frías pueden destruir miles de vidas civiles. Quienes más sufren esas guerras rara vez son quienes las inician. Y, sin embargo, sus responsables suelen ser venerados como símbolos de fuerza.
La “tríada oscura” y el poder
Los psicólogos buscan entender por qué este tipo de personalidades prospera. Se habla de la “tríada oscura”: narcisismo, maquiavelismo y psicopatía. Combinadas, transmiten confianza, dominio y resistencia al estrés. Esto puede ayudar a alcanzar el poder, pero conlleva riesgos. Este metaanálisis muestra algo importante: tales rasgos ayudan a llegar arriba, pero no garantizan eficacia una vez allí. Algunos líderes logran resultados a corto plazo; otros hunden la moral de sus equipos y toman decisiones temerarias. Un poco de audacia ayuda en un momento de crisis. Pero un exceso de la misma rompe la confianza y la ética.
Hay rasgos que pueden frenar esos efectos. La responsabilidad, la amabilidad o la estabilidad emocional ayudan a regular la impulsividad. También favorecen decisiones justas. Sin ellos, la frialdad se convierte en temeridad. Además, los equipos con climas cooperativos y reglas claras resisten mejor a estos perfiles.
El problema es que, en entornos muy competitivos, esas cualidades suelen estar ausentes. Y cuando un líder frío asciende, tiende a rodearse de personas parecidas. Así se crean culturas que expulsan a quienes valoran la cooperación y el respeto.
La política debería aprender de esto. Un país no es una empresa, pero ambos comparten riesgos. El culto al líder erosiona los controles. La transparencia cede ante el relato heroico. La oposición se convierte en enemigo. Gobernar no es ganar siempre, es cuidar de todos.
Conviene matizar. No todos los líderes son psicópatas ni presentan rasgos de ese tipo. Tampoco todos los que muestran algunos de esos rasgos resultan dañinos. La audacia, por ejemplo, puede ser valiosa en situaciones de emergencia. Sin embargo, la audacia sin empatía se convierte en temeridad. Por tanto, el problema surge cuando esos rasgos se combinan de forma desequilibrada.
Todo esto debería hacernos pensar: ¿qué estamos premiando cuando aplaudimos a un líder? ¿Su capacidad de imponerse o de cuidarnos? Cada vez que celebramos la frialdad, normalizamos que el poder pase por encima de las personas. Quizá sea hora de revisar nuestro ideal de éxito. El carisma del mal deslumbra, pero suele dejar tras de sí miedo, desgaste y daño colectivo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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Dolores Fernández Pérez no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.