Durante décadas, lo que en España hemos llamado “comida china” ha sido, en realidad, una interpretación libre —y muy domesticada— de una de las gastronomías más complejas y fascinantes del mundo. Platos dulzones, salsas espesas y una carta que apenas varía de un restaurante a otro han alimentado la falsa idea de que la cocina china se reduce a arroz tres delicias, rollitos primavera y cerdo agridulce. Pero basta viajar al país asiático —o, sin ir tan lejos, entrar en un restaurante chino auténtico— para descubrir que no tienen absolutamente nada que ver.
De la adaptación al malentendido
Los restaurantes chinos en España nacieron, en gran medida, como un intento de adaptar sabores desconocidos al paladar europeo: menos picante, más azúcar, menos casquería, más pollo con almendras. En esa adaptación, la cocina perdió su esencia. La auténtica comida china no busca gustar a todos, sino emocionar con matices, texturas y contrastes: el picante abrasador del Sichuán, el dulzor suave de Shanghái, el sabor ahumado de Hunan o la delicadeza cantonesa de los dim sum .
En los llamados “chinos chinos” —así los diferencia la propia comunidad— se entra casi a ciegas. Las cartas suelen tener nombres ininteligibles, hay errores en la traducción y a veces solo una persona habla algo de castellano. Pero ahí reside su encanto: lo que llega a la mesa es real. Sopas de tallarines hechos a mano, jiaozi al vapor, hot pots donde cada comensal cocina su propia carne en caldo hirviendo o xiaolongbao rellenos de caldo que estallan en la boca. Platos que no pretenden ser “bonitos”, sino sabrosos.
Cocina con identidad, no con filtros
La cocina tradicional china también reivindica lo que en España llamaríamos “partes poco nobles” del animal: lengua, tripas, pulmones o pies de cerdo. Ingredientes que aquí causarían recelo, pero que en la gastronomía oriental se consideran auténticos manjares. Su filosofía es clara: si el animal se sacrifica, se aprovecha todo.
Ni la estética ni el ambiente ayudan a vender el producto. En lugar de dragones dorados y farolillos rojos, los restaurantes auténticos suelen ser discretos, con sillas de plástico, paredes desconchadas y una iluminación cruel . Pero a cambio, la comida es un viaje sensorial: platos con fuego, umami, fermentos, crujientes inesperados y sabores que cuentan siglos de historia.
La diferencia se percibe incluso en el público. En los restaurantes chinos de siempre, los clientes son locales. En los auténticos, los comensales son, sobre todo, chinos. Y esa es la mejor pista para saber dónde se come de verdad.
El auge de los “chinos chinos” en España
La buena noticia es que en los últimos años España ha empezado a reconciliarse con la auténtica cocina china. En ciudades como Madrid o Barcelona , proliferan locales donde ya no se cocina para “gustar a los españoles”, sino para respetar las recetas de casa. Lugares donde la gastronomía deja de ser un cliché para convertirse, por fin, en lo que siempre fue: una de las cocinas más diversas, técnicas y apasionantes del mundo.
Así que la próxima vez que pidas “comida china”, quizá convenga hacerse una pregunta sencilla: ¿quieres comer lo que comen los chinos… o lo que creemos que comen?