Ahora tenemos la edad de los que eran nuestros mayores en el pueblo, aunque parezcamos más jóvenes y nos resistamos a entrar en esa condición
Vivir en la periferia de una gran ciudad y no tener un pueblo al que te mandaran tus padres en verano te convertía en aquellos setenta en una desgraciadilla. Si algo nos curtió como personas capaces de albergar en nuestro corazón dos universos, el rural y el urbano, era ese lazo con el pueblo. Cuando nuestro Seat 124 avanzaba por la calle estrecha hasta la casa de mi tía sentíamos los gritos enajenados de las mujeres que ya habían sido avisadas de nuestra llegada. Tías primeras, segundas, lejanas, un comité de recepción espontáneo que inauguraba el verano. Había que dar besos. Entonces no se les preguntaba a los niños si querían o no darlos; era

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