Sigue causando controversia. “El gran problema cuando se programa Otello es la cuestión racial. […] ¿Por qué se nos permite, en este mundo woke , seguir haciendo una ópera como esta, en la que un hombre negro es representado por un hombre blanco? En la industria del espectáculo algo así ya no es admisible. Pero esta ópera parece escaparse del radar, probablemente porque es tan maravillosa que no podemos privarnos de ella. ¿Hasta cuándo será así? No lo sé”.

Lo dijo David Alden, director de escena, tan pronto le dieron la palabra en la rueda de prensa que arrancaba esta temporada del Teatro Real. Al instante, Nicola Luisotti, el responsable de la dirección musical de esta producción, reclamó el turno de réplica. “El problema no es el color, es social. Él viene del norte de África y ella es una chica veneciana. Él tiene 45 años y ella, 25. Él no acepta la posibilidad de que ella pueda irse con otro hombre, y desde aquí abrimos otro tema: el del feminicidio. Hay un feminicidio sobre el escenario. Él no mata a Desdémona por motivos raciales, sino porque cree que la ha traicionado con otro chico. Otello es un loco que mata para nada, como sucede hoy. No es una historia de otro tiempo, sino actual”.

No sé si Luisotti trataba de disipar los escrúpulos morales que puede despertarnos esta ópera relativizando el problema racial, pero su panorama me parece más espeluznante que el expuesto por Alden. Es cierto que Verdi y su libretista, Arrigo Boito, relajaron los pasajes racistas en su adaptación del texto de Shakespeare. Lo hicieron suprimiendo el primer acto de la tragedia, en el que Otello y la noble Desdémona se casan en secreto, para espanto de la aristocracia veneciana, que saluda a los recién casados con toda clase de improperios.

Asmik Grigorian como Desdémona y Brian Jagde como Otello

La composición no fue fácil: Verdi se había despedido de las tablas tras Aída , y para que volviese al oficio hicieron falta quince años, la persuasión del mentado Boito, los tejemanejes del director Franco Faccio y que el editor Giulio Ricordi engrasase los argumentos con una descabellada suma de liras. También ayudó contar con un argumento shakesperiano: el maestro ya había estrenado un Macbeth y se había quedado a medio camino de un Rey Lear . Para no agobiarlo (Verdi ya era una celebridad), los conjurados tomaron medidas para que no se filtrase que el maestro volvía al trabajo. En la correspondencia, utilizaron un nombre en clave: don Giuseppe no andaba componiendo nada, simplemente “preparaba el chocolate”.

Otello se estrenó en La Scala en febrero de 1887, con Francesco Tamagno, embetunado , haciendo el papel principal. El éxito fue rotundo y sabemos con precisión cuánto y dónde se aplaudió, así como los números que se bisaron, porque Ricordi (el editor) tenía la costumbre de anotarlo en los márgenes del libreto. El hombre se jugaba una fortuna y es de entender que anduviese al quite.

'Otello' de Verdi en la inauguración de la temporada del Teatro Real

Por suerte, la versión con la que en la noche del viernes 19 de septiembre el Teatro Real inauguró su vigésimo novena temporada nos ahorra el blackface , los turbantes y demás lindezas. Los puristas dirán que si Verdi lo pintó negro —porque Shakespeare lo pintó negro— habría que hacerlo negro; pero hemos visto suficientes adaptaciones libres y excelentes (el Don Giovanni yonqui de Claus Guth o la Carmen fronteriza de Calixto Bieito, por mencionar dos de este mismo teatro) como para que reclamar los beneficios de la literalidad.

Alden, que ya dirigió esta misma producción hace ahora nueve años, sitúa la acción en una única localización: una plaza descascarillada que, añadiendo y quitando algún elemento de attrezzo, servirá de dormitorio, palacio y cuartel. En esa plaza (haciendo de plaza) comienza la función: los chipriotas otean el horizonte mientras se desata una tormenta. Entre los rayos, alguien atisba la bandera veneciana: es Otello, que regresa victorioso tras vencer a los sarracenos. La gente estalla en júbilo y el coro recibe a sus heroicos defensores.

Musicalmente, Verdi concibe la partitura como un continuo, que se inicia en esa tempestad y que nos arrastra, sin pausas ni compartimentaciones, hasta el trágico final. También en esa primera escena se nos presentan todos los actores de este drama: Roderigo, quien secretamente desea a Desdémona; Cassio, un capitán que pronto caerá en desgracia; Desdémona, chivo expiatorio y pieza principal en las maquinaciones de Iago, el verdadero motor de toda la acción dramática. Porque es Iago quien, resentido por sus penosos progresos en el escalafón militar, hará creer a Otello que Desdémona le es infiel con Cassio, su leal lugarteniente. Si Otello liquida a Cassio, el pueblo comprenderá que está en manos de un bárbaro celoso y el dogo lo depondrá, dejando el camino expedito para el ascenso de Iago, quien por fin tendrá un cargo a la altura de sus aspiraciones.

Airam Hernández como Cassio

Iago es un personaje fascinante, capaz de encontrar y explotar las flaquezas de todos sus correligionarios: ataca a Cassio en su bonhomía, a Desdémona en su ingenuidad y a Otello en sus inseguridades maritales (Desdémona no es solo más joven, sino que es de la raza “adecuada” y de una clase social superior). Es comprensible que, mientras escribían a este personaje tan atractivo, Verdi y Boito se sintiesen tentados a titular la ópera con su nombre. Finalmente, el compositor italiano optó por honrar al héroe caído en desgracia. Hizo bien, a Iago le sientan mejor las sombras.

Es cuestión de sutilezas, de las que carece el Iago que nos presenta Alden. Gabriele Viviani tiene un buen desempeño vocal, pero no es de recibo que este “Napoleón del mal” se pasee por la escena como un villano de tebeo, sonriendo como un esbirro de saldo cada vez que un plan le sale bien. Fíjense si su mezquindad es sofisticada que tiene hasta justificación teológica: “ Creo en un dios cruel que me ha creado a su semejanza y que nombro con ira […] Soy malvado porque soy hombre, y siento el barro originario en mí”, canta al comienzo del segundo acto.

Gabriele Viviani como Iago, Airam Hernández en el papel de Cassio y el Coro Titular del Teatro Real

Los montajes perezosos —esos de ubicación única y traiga una cama que ya es un dormitorio— suelen exigir actores sobresalientes. Me temo que ninguno de los convocados en el primer elenco entra en esta categoría. Tampoco les ayuda que Alden no emplee ningún elemento mediador que nos sirva para comprender por qué un señor que hace una hora estaba arrullando a su esposa con palabras más propias de un poeta relamido que de un guerrero fierísimo (“Tú me amabas por mis desventuras y yo te amaba por tu piedad”) ahora se comporta como un desquiciado que le roba un maletín al embajador veneciano para esparcir los papelotes por el aire. Se habrá renunciado a la cuestión racial (sospecho que en estos comportamientos bárbaros hay un subtexto claro), pero hay suficientes elementos sobre la escena (Otello tiene el control de la milicia de la ciudad, por ejemplo) para justificar por qué nadie hace nada cuando humilla a su esposa burda y gratuitamente delante de, nada menos, la delegación del dogo, a cuya aristocracia pertenece la muchacha.

Brian Jagde como Otello y Gabriele Viviani como Iago

Parecería que la dirección de Alden ha cargado las tintas en sus juegos de luces (Otello cierra la puerta por la que entraba el único rayo de luz del dormitorio de Desdémona) y sombras (la de Iago se va proyectando sobre los personajes a los que empieza a corromper) y se ha desentendido de todo lo demás. Es una lástima, porque la acción termina por resultar inverosímil. Miren: en vez del tradicional estrangulamiento, aquí Otello liquida a la mujer dándole un beso brutote. Víctima del morreo de la muerte, Desdémona cae para revivir unos minutos después, decir que muere inocente y despedirse con un “adiós” que, tal como está presentado, bien parece un chiste.

En el capítulo de voces, Brian Jadge debuta en el dificilísimo rol del Moro de Venecia. El neoyorquino apuesta todo a su admirable potencia vocal, pero su interpretación carece de las sutilezas que el personaje requiere. Airam Hernández hace un Cassio correcto y Asmik Grigorian (uno de los grandes alicientes de la velada) nos regaló a una Desdémona de timbre hermoso y delicado, pero con una dicción extraordinariamente confusa. Tampoco contribuyó a la comprensión del texto (la adaptación de Boito ya fue elogiada en su estreno) unos sobretítulos innecesariamente sintetizados. En el foso, ya lo hemos dicho, dirigía Luisotti. Su interpretación fue, junto con la del coro, lo mejor de la noche.