El 4 de diciembre de 1975 fallecía en su apartamento de Nueva York Hannah Arendt, filósofa y politóloga judía de origen alemán, nacionalizada estadounidense, cuya obra alcanzó una enorme proyección internacional.
Su trayectoria se distingue por una independencia intelectual poco común, que hace difícil su encuadre en las corrientes dominantes del pensamiento del siglo XX. Sus investigaciones abordan temas tan variados como la sociedad de masas, las posibilidades de la acción política, las tensiones internas de la democracia, la violencia extrema y la responsabilidad de los ciudadanos ante esa violencia.
Sin embargo, Arendt es recordada sobre todo por el concepto de “banalidad del mal”, formulado en su estudio sobre el criminal de guerra Adolf Eichmann, quien –a diferencia de otros jerarcas nazis juzgados en Núremberg en 1946– había logrado eludir la justicia durante años.
La aniquilación sin preguntas
En Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, de 1963, Arendt argumenta que Eichmann no era ninguna encarnación del mal radical, una figura demoníaca o un sádico. Era, más bien, un individuo mediocre, gris, anodino y sobre todo incapaz de pensar de forma crítica.
En esencia, Eichmann cumplió el papel de un funcionario diligente, más atento a la eficiencia administrativa que a las implicaciones éticas de sus actos. Consideraba que la aniquilación sistemática de un grupo humano –aceptada sin reflexión y justificada por la supuesta amenaza que representaba para la supervivencia del Estado– no solo era legítima sino necesaria. También entendía que cumplir con esa tarea formaba parte de su deber como ciudadano alemán.
Su obediencia estricta a las órdenes, desprovista de pensamiento y de empatía, revelaba un tipo de mal que no surge de una voluntad perversa, sino de una profunda incapacidad para pensar. Ese mal banal es superficial y conformista: no se manifiesta como un impulso violento o ideologizado, sino como una obediencia ciega a estructuras jerárquicas que diluyen la responsabilidad individual. Arendt advirtió que esta forma de mal es especialmente peligrosa porque no se reconoce a sí misma como tal. Además abre la posibilidad inquietante de que atrocidades radicales puedan ser cometidas por personas aparentemente normales, carentes de pensamiento crítico.
El genocidio en Gaza
Resulta tristemente irónico que, algo más de medio siglo después de estas investigaciones, el mundo asista impertérrito a otro genocidio.
Ya en abril de 2025 la relatora de la ONU para los Territorios Palestinos, Francesca Albanese, señaló la presencia de patrones genocidas en las actuaciones que Israel sigue llevando a cabo en Palestina, especialmente en la Franja de Gaza, a pesar del alto en fuego. Entre los argumentos que sustentaron esta valoración figuraban, entre otros, la hambruna deliberada provocada mediante restricciones políticas a la ayuda humanitaria, la destrucción sistemática del patrimonio histórico y cultural palestino y la creación de condiciones de vida que hacían prácticamente imposible la existencia cotidiana en el territorio, tal y como documentó Amnistía Internacional.
El exministro de Defensa del gobierno de Israel Yoav Gallant describió a los gazatíes como “animales humanos”. El actual ministro ultra Bezalel Smotrich llamó a destruir totalmente Gaza y concentrar a su población o incluso confesar que “nadie nos dejará matar a 2 millones de civiles de hambre, incluso aunque sea algo justificado y moral”. Sin embargo, a pesar de las numerosas y documentadas declaraciones de estos jerarcas debemos asumir, según el planteamiento de Arendt, que los soldados israelíes que cumplen estas órdenes no actúan necesariamente por maldad personal.
Las acciones del piloto de las FDI que recibe la orden de bombardear un hospital, o del ingeniero informático que programa el algoritmo que determina dicho ataque y calcula cuántas bajas civiles pueden causar sin soliviantar en exceso la opinión pública de Occidente no responden necesariamente a una voluntad genocida propia. Se insertan dentro de un sistema jerárquico y burocratizado que proporciona amparo legal y legitimidad política a sus acciones, pero no se les pueden atribuir una maldad intrínseca.
Nociones de ética pero no aplicación
Uno de los aspectos que más sorprendió a Arendt de su cobertura al juicio de Eichmann fue que el acusado parecía tener nociones de la ética kantiana. Esta señala la autonomía del juicio moral y el deber de actuar según un criterio que pueda ser asumida como principio universal. El acusado entendía que el principio de su voluntad podría devenir en unas leyes generales, en este caso una que se fundamentara en la supervivencia del Tercer Reich a través de las acciones necesarias, incluida la solución final. La nueva escala de valores prescrita por el gobierno hacía que a Eichmann, que se expresaba en términos burocráticos, le fuera irrelevante pensar desde el punto de vista de las otras personas, las víctimas. También le permitía sentirse, según sus propias palabras, “libre de toda culpa”.
No resultaría difícil imaginar justificaciones parecidas en el caso de que existiese un futuro tribunal internacional que juzgase a los responsables del genocidio en Palestina: que la aniquilación sistemática de un grupo humano –aceptada sin reflexión y amparada en la supuesta amenaza que representaba para la supervivencia del Estado– no solo se consideraba legítima sino necesaria. Según esto, cumplir con esa tarea formaba parte del deber como ciudadanos israelíes.
El mal no se revela con rostro monstruoso, sino que se esconde en la mediocridad, la obediencia ciega y la incapacidad de pensar por uno mismo. En tiempos de crisis, esta advertencia sigue siendo urgente: solo una ciudadanía activa, reflexiva y moralmente responsable puede frenar la deshumanización y el autoritarismo.
Como señala la periodista Teresa Aranguren en su reciente libro Palestina: la existencia negada, al día siguiente de la destrucción del hospital de Al-Ahli por un misil de alta tecnología –armamento solo accesible a una potencia como Israel– Netanyahu se reunió con Joe Biden, entonces presidente de Estados Unidos. Este, según los informes, le dijo con una media sonrisa: “Parece que han sido los del otro lado, no tú”.
Responder de esa manera, con tal cinismo ante la muerte de civiles, es un ejemplo claro de lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
Lee mas:
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- Tiempos de filosofía y memoria de la catástrofe
- Sobre la banalidad del mal en la parrilla televisiva
Álvaro Ledesma de la Fuente no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.


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